22.9.07

El Gol

El mejor gol de mi carrera futbolística lo hice a los ocho años en el patio del colegio. Hoy me sorprendí levantando los brazos frente al espejo del baño para verme los sobacos, cosas que uno tiene, y me pensé festejando. Y el festejo es de la familia del fútbol, el hermano mas conocido. Ocho años. Ellos eran ocho, nosotros cinco. Ellos jugaban con dos buenos, dos regulares y cuatro que hacían mas bien bulto. Nosotros éramos tres que ni hacían bulto, uno con ganas y Yo, un muchacho voluntarioso con algo de definición. Un sábado de septiembre allá por Buenos Aires. Primavera.

La paré en el medio de la cancha, imaginate el patio del colegio con rayas de la medida reglamentaria de lo que hoy es una canchita de fútbol cinco. Levanté la cabeza, la empujé con la suela un metro y encaré. El primero, amago a mi izquierda, voy a la derecha y se queda de espaldas. El pecho se me infló. Apenas tuve tiempo de mirar, todavía con cierta carrera encima y, de frente, el mayor de ellos. Toque corto en diagonal hacia adelante y la derecha. Pelota a un metro y desde donde pareciera ser el destino final de la circunferencia viene el último, al que no había podido pasar en toda la mañana. Rubiecito, chiquito y con buena intención. Se tira al suelo y yo la toco para el lado que el va, la izquierda, pero mas lejos de donde puede llegar, lo paso, la acomodo con la parte derecha del botín derecho, la adelanto un metro y el arquero, Pascualino, el mejor del colegio, el arquero de la selección, no me sale. Además de ir jugando, gambeteando y viendo venir contrarios a sacarme la pelota, también, en un pequeño rincón del pensamiento, me imaginaba la definición. Me sale y se la pongo por abajo, a la derecha, suave y a colocar. Lo lógico que hubiera hecho un buen arquero, Pascualino en este caso, hubiera sido salir y cerrarme espacio para definir. Pero el hijo de puta con su cara de bonachón y una sonrisa me esperó clavado en el centro del arco, dos pasos delante de la línea. Adiós tocársela abajo y salir a festejar como si estuvieras en la Bombonera y las bandejas se vinieran abajo en avalancha gritando ese magnífico golazo. Entonces disminuí la velocidad, la dejé seguir un poco mas lejos, dí un paso rápido con el pie izquierdo y lo coloqué a la altura de la pelota. El resto fue suerte. La puse en el único lugar que entraba. Le pegué como no debía y calculo que entro porque él no salió. El arco del pie derecho impactó contra el balón y, además de darle fuerza, lo levantó a media altura y la ubicó justo contra el palo izquierdo de Pascualino. Terminé de pegarle y me quedé quieto. Este la ataja. Mirá lo que acabo de hacer, le tiré una macita. Y en eso, lo veo que se estira, que vuela. Le veo los guantes de arquero, uno de los pocos pibes con guantes. Y no porque el resto fuera pobre sino mas bien porque tener guantes significaba que jugabas de arquero, que eras bueno y que ibas a caer cual bendición en el puesto que nadie quería jugar. Los guantes nunca llegaron a tocar la pelota que rozó la cara interior del poste y se metió bien adentro. Y ahí me di vuelta y empecé a correr con los brazos abiertos como si fuera Graciani o Comitas. Acababa de hacer el mejor gol de mi vida y lo sabía. Pasé a tres y se la colé al mejor del colegio. Vi en la tribuna, un escalón a la altura de la pelvis, al padre de uno del equipo contrario felicitándome, abriendo los brazos, gritando el golazo que le habían hecho al equipo de su hijo y me sentí, o tal vez hoy me siento, el Pájaro Cannigia. Hasta Pascualino, el que le gustaba jugar al arco y lo hacía bien, con guantes y todo, le gustó el gol. Perdimos tres a dos y fui el héroe de la cancha.

Todavía algunas veces, desde mi vida alejada del fútbol y de casi cualquier cosa, repaso las formaciones del Olé de ascenso para ver si encuentro a Pascualino. Es algo que llevo conmigo desde que tenía dieciséis o diecisiete años, casi diez después de haberme consagrado para mi mismo como un fenómeno.

Con los años hice goles mas o menos buenos, me junté a jugar en cuanta canchita pude, le pegué de mil maneras, incluso como venía, sin dejarla tocar el piso, dejé arqueros por el suelo y hasta tiré rabonas en mano a mano. Nunca ningún otro gol le ganó a ese golazo de mis ocho años.

Por coincidencias climáticas, efectos hormonales y otoños soleados, hoy me acordé que el verano no, lo que me gusta realmente es la primavera. El aire a 20 grados, la brisa dando justo en la libertad, el sol fresco, las adolescentes floreciendo, las sensaciones desperezándose y yo pateando con la derecha al palo izquierdo, bien pegadito, cruzado, para que ni el mejor arquero llegue.

1 comentario:

seba dijo...

loco! el relato del gol es ficcion o realidad, jajaja. me alegra que retomes la escritura ya que tuviste parada la pagina un toque, te mando un abrazo,bo escribi que yo te leo, besote